domingo, 26 de agosto de 2007

Buscando desesperadamente a Rodolfo - Un cuento

BUSCANDO DESESPERADAMENTE
A RODOLFO Por Gabriel J. Garcia


“Quiero que tengan leído “Operación Masacre” para la clase que viene”, pidió la profesora, y de inmediato posó sus hermosos ojos en mí. Un segundo después del éxtasis por haber recibido semejante mirada, sentí que la estaba defraudando: No había leído ni una sola página.
A pesar de haber escrito un trabajo sobre Rodolfo Walsh, y bastante bueno, según la calificación, ni siquiera me había abocado a la tarea de conseguir un ejemplar de la obra mencionada. Eso sí, había leído sobre él, además de algunos cuentos y fragmentos, lo que me convirtió en un admirador incondicional de ese personaje que se me figuraba íntegro, incorruptible y riguroso en las formas. Y las formas de todo lo que había hecho eran innumerables. Un héroe moderno de anteojos, cámara al cuello, grabador al hombro y un arma quién sabe dónde.
Tenía cuarenta y ocho horas para lograr el objetivo. Había pasado el fin de semana tratando de arreglar mi vida sin darme cuenta, por enésima vez, que cuando llegaba el sábado a la tarde me encontraba tan cansado que quería hacer de todo sin poder hacer nada; y terminaba el domingo con la estresante sensación de no haber aprovechado el tiempo y sumando nuevos problemas que generaban nuevas tribulaciones para el lunes y el martes. Ya era miércoles, y el viernes a la noche vencía mi plazo.
Cuando una tarea nos parece difícil, más difícil se pone (¿Murphy?). De acuerdo con las reglamentaciones de tránsito vigentes, ese día no podía entrar con mi vehículo a la zona céntrica de la ciudad, así que me disfracé de localista y traté de resolver el primer paso del asunto desde mi ínsula suburbana; entonces llamé a un librero amigo para conseguir el ejemplar y comenzar a leerlo. Pero no: “No lo tengo, pero te lo consigo para el lunes”.
-¿¡Estás loco!?, ehh... perdonáme, pero es que lo necesito para ahora, dejá, gracias, chau.
Bueno, ya empezamos. Pero no era para tanto; desde Lanús iba a ir camino a Avellaneda, donde recordaba haber visto librerías grandes, y creía haber visto también alguna de viejo. Monté en mi cacharro y empecé a “peinar” la zona, por las dudas que en mis recorridos habituales alguna librería se me quedara en el tintero, valga la metáfora.
Nada. Descubrí, eso sí, nuevos viveros, florerías (muy lindas); lavaderos, casas de comida (muy útiles); remises (¿Otra?).
A la mitad del recorrido por Avenida Galicia divisé un negocio bien surtido: Utiles y Libros. La chica se fijó en el catálogo: Para el lunes.
Comenzaba a desesperarme; me imaginaba librero y con la responsabilidad autoimpuesta de tener, por lo menos, un ejemplar de cada obra de cada monstruo de la literatura argentina; ¿Es que acaso en ningún colegio, instituto o seminario lo piden?. Perdoná, Rodolfo.
2

Ya salía del viejo barrio de Piñeyro con cinco frustraciones más a cuestas. Al llegar a la estación Avellaneda los destrozos producidos por el Fondo de Reparación Histórica del Conurbano Bonaerense se hacían sentir en la baqueteada estructura de mi automóvil.
Cuando era chico me contaron que en 1955 el almirante Rojas había amenazado con “arrasar desde Avellaneda a Llavallol”. El doctor Duhalde lo estaba logrando casi cuarenta años después. Asimilé el fastidio junto con el resto de la humanidad, que forrada de chapa y vidrio buscaba llegar a destino, y así salí del laberinto.
Orillando el orillero centro me sorprendió la permanencia del bolonqui, que raro. Pero los cánticos eran inconfundibles, ¡Oh, no!, ¡Jugaban River e Independiente!, ¡Que infeliz!. Como verás, Rodolfo, sólo pienso en vos.
Luego de cuarenta minutos de ballet vehicular musicalizado con distintos tonos de bocina, pude tirar el coche en una calle paralela a la avenida Belgrano. Me bajé abrumado, y en vez de un rostro fresco y amigable tuve frente a mí las indefinidas facciones de un viejo que pretendía cuidar mi auto. Resoplé, le dí dos pesos y salí corriendo hacia la librería que había visto... cinco cuadras atrás.
Fue en vano suspirar de alivio al llegar; el muchacho, vendedor multipropósito, no sabía de lo que le estaba hablando, pero lo disimulaba muy bien; hasta que pisó el palito: “Tengo Operación Nosequé, de Johnson Pistola...”.
-No, viejo, gracias-. Puteando y corriendo llegué a una cuadra del puente Pueyrredón, sobre la avenida Mitre. Atendía un rubio de bigotes, sonrisa y anteojos, facha culturosa, pero me engañó: “¿Qué?, ¿De quien?”. Prestáme tu arma, Rodolfo, a este me lo cargo aquí mismo.
Pero Rodolfo no estaba conmigo, ¡Y yo no lo podía encontrar!. De alguna forma el pibe intuyó algo porque le cambió la cara y empezó a tartamudear.
-S-Sabés q-que pasa, yo estoy reemplazando al muchacho que atiende acá porque está enfermo-. Me indicó una librería en una galería cerca de la plaza, y allá me fui. Al principio no la encontré, así que me detuve, aclaré mis neuronas y la descubrí en un recodo de la arquitectura serpentoide. ¡Una librería de viejo!, ¡Aleluya! ; entré sonriente y liviano, encaré cordialmente al joven de melena y barba negras, e hice mi pedido.
-Mmm... dejame ver, porque no lo conozco...-
Sonamos.
Entre la incipiente bruma de mi nueva desesperanza ví obras de Roberto Arlt, “esto promete”, pensé, mientras agregaba datos para ilustrar al chabón: “Fue un hecho real”, “El autor escribió novelas policiales”, etc..
3

-¿Policiales?, ¿Hechos reales?, ¡Tiene que ser este!-
Al ver la tapa del libro tuve que ahogar un grito de desesperación: Se trataba de una antología de Enrique Sdrech.
Exterioricé mis sentimientos con una carcajada, como las de los locos de las películas, y tras darle al tipo un mini seminario sobre Walsh, salí del local y me paré en el medio de la plaza.
Iba a reflexionar cuando ví una librería grande en la vereda de enfrente; decidí pelear una batalla más, darle una oportunidad a la cultura y la memoria, o a los que tienen que preservarlas. No tenían Operación Masacre, pero el consuelo fue que la chica que me atendió se fijó en el estante preciso, recitó otros títulos del autor e incluso intentó asesorarme sobre cada uno de ellos. Todavía hay esperanzas, Rodolfo.
Crucé otra vez la plaza y me senté en un café; la reflexión era obvia: Si desde mi casa hubiera tomado el colectivo hasta la avenida Corrientes tal vez ya estaría de vuelta y leyendo. ¿Y si vos, Rodolfo, no hubieses ido a aquella esquina, o si se te hubiera escapado el tren?; ¿Viste como son las cosas?.
Eran las ocho y media, a las nueve podía entrar con el auto al centro, ya había vivido una desventura alucinante y buscaba su final. Arranqué despacio.
Me falló el cálculo del tiempo; no eran las nueve cuando crucé la avenida Belgrano (De Capital). No es que estuviera paranoico, no tanto, pero la endeblez de los papeles de mi cabalgadura no soportaba que un policía apenas me saludara. Tomé por una calle paralela a Callao.
Nueve menos tres minutos, casi dos cuadras antes de llegar a la plaza del Congreso: La calle vacía, la plaza luminosa... y en la esquina un patrullero. El botón estaba apoyado aburridamente, con los brazos cruzados sobre el techo de su auto, y yo me encontraba inclinado sobre mi volante casi mordiéndolo de los nervios. “Basta”, me dije, y me jugué la última carta: Me senté correctamente en el asiento, fijé la vista en un punto indefinido del horizonte y puse la mejor cara de estúpido que pude. Todavía temblaba y reía cuando subí por Lavalle.
Pasando el edificio de Tribunales me incrusté en un parquímetro, y al bajar pateé cajas de cartón, papeles, residuos administrativos. Apareció un viejo similar al de Avellaneda, pero con más proteínas en la mirada: “¡Hermano!”, me dijo.
-Erraste, viejo. El que se lleva la guita es éste- Le contesté señalando el parquímetro –Además, estoy apurado porque tengo que encontrar a Rodolfo...- Agregué Kafkianamente.
4

-Si, hermano, lo ví que se fue por allá- me dijo señalando para el lado de Corrientes.
Me mató. Yo me sentía medio loco pero esto era el colmo, no era yo solo. O tal vez debía seguir las indicaciones del viejo; así que le regalé un peso, le palmeé el hombro y salí corriendo.
Al dar vuelta la esquina, sobre la gran-calle-gran, encontré una librería:
Pedí, pagué y rajé.
Iba como un idiota caminando despacio con el libro en mis manos. No sé si mis piernas o el mismísimo Rodolfo me llevaron hasta el bar La Paz; ¿Qué otro lugar?, después de semejante odisea vikinga me encontraba en el Valhala. Me senté y abrí el libro; cuando vino el mozo y le pedí dos cafés se me quedó mirando con un ojo entornado, lo despaché enseguida diciéndole que era una excentricidad mía, que me gustaba tomar uno caliente y el otro frío, etcétera. Se la tragó, creo.
Listo. Me repantingué en la silla y escuché el relato de mi admirado escritor.

Lanús, noviembre de 1994.

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